La emperatriz Isabel de Austria
-Sissi- es una figura histórica de sobras conocida. Atacada por unos,
alabada por otros, compadecida por algunos, quizá nadie -ni ella misma-
supo qué se escondía en su alma, qué torturaba su corazón, qué quería,
qué anhelaba. Su temperamento independiente, ajeno a las normas
sociales, hizo temblar a la timorata Viena y palidecer a la propia reina
Victoria, a Isabel II y el rey de Grecia. La vieja Europa no estaba
preparada para entender a una mujer como Sissi. Nadie comprendió su
camino sin fin, su lucha contra lo establecido. Nadie supo ver la
profunda tristeza, la vulnerabilidad que se escondían detrás de esta
mujer hermosa, que encandiló al mismísimo emperador Francisco José I de Austria.
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Sissi nació el 24 de
diciembre de 1837 en Munich, hija de Ludovica y de Maximiliano en
Baviera, un matrimonio de conveniencia que nunca fue un matrimonio bien
avenido. Max engañaba continuamente a su mujer, es más, solía almorzar
con sus hijos ilegítimos. No obstante, el matrimonio tuvo ocho hijos.
Sissi no estaba destinada a ningún alto cargo y vivió una vida sencilla,
en la naturaleza, atendida y educada directamente por su madre, a quien
quiso mucho y a quien habría de añorar en Viena. Sissi no tenía que ser la esposa elegida por el emperador sino su hermana Elena,
la hermosa Nené. Pero Francisco José se prendó de la hermana pequeña,
vestida de manera campesina, peinada con trenzas; la hermana-niña que
parecía más ingenua, más dulce. En 1853, en la ciudad de Ischl,
Francisco José sacó a bailar a Sissí, en contra de lo previsto, de la
que se había enamorado locamente. Como en un cuento de hadas, Cenicienta
había sido la elegida para iniciar el baile en lugar de su hermana.
Francisco José toda la vida sintió hacia su esposa acaso más amor del
que ella sintió por él.
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